Me hallaba luchando por mantenerme despierto en la última hilera de asientos del bus, pero el monótono paisaje sumado al hedor dejado por otros pasajeros no me permitían escapar del letargo. No es que estuviera esperando un viaje lleno de acción, emociones y misterios, pero ese día hacía mucho calor y, como siempre, quedarme dormido significaba despertar en el terminal del recorrido.
Cuando me encontraba a punto de cerrar los ojos, subió al vehículo un hombre extravagante y mal agestado que comenzó a recorrer lentamente el pasillo, mientras observaba fijamente a cada uno de los pasajeros y se detenía al costado de aquellos que parecían tener objetos de valor. Una vez que terminó con su inspección se ubicó al frente de quienes viajábamos y, jadeando, comenzó a hurgar en sus bolsillos. Yo estaba seguro que seríamos víctimas de un robo, pero repentinamente se contorsionó y cuando volvió a su posición normal llevaba puesta una peluca de colores y pintada la nariz. "¡Era un payaso!" pensé mientras respiraba aliviado.
Luego de su particular entrada, el artista callejero inició su actuación en voz baja y recitando de memoria su parlamento, a la vez que su público progresivamente lo ignoraba, no sólo por sus chistes repetidos, sino porque era demasiado ordinario. Así pasaron unos cinco minutos, hasta que finalizó su repertorio con la frase "no soy un gran artista, pero tampoco quiero ser menos, sólo pido una colaboración para este payaso chileno..." y, con la misma velocidad de un acto reflejo, pasó repetidamente con su mano extendida por cada uno de los asientos sin recaudar una sola moneda.
El sujeto, en un claro estado de desconcierto, volvió rápidamente al inicio del pasillo (aparentemente para reflexionar sobre lo ocurrido) y después de permanecer algunos minutos callado comenzó a increparnos: "¡Son como las güeas' giles culiaos'!, ¡¿seguro que cuando los cogotean les piden colaboración?!". Acto seguido, sacó una cortaplumas y asaltó a la mayoría de los pasajeros.
Después de ese día nunca más vi al tipo y supongo que no volvió a contar sus chistes malos, sin embargo, hasta la fecha todavía me pregunto que habría sucedido si alguien le hubiese dado una moneda. Quizás todavía lo encontraríamos aburriendo a su público en distintos lugares de la ciudad.
Por mi parte y con el objeto de evitar la aparición de nuevos peligros para la sociedad, cada vez que llega un payaso a mi escritorio le ayudo con lo que me pide.
Dedicado a Ana Lecaros, quien también está acostumbrada a escuchar chistes repetidos.