14 de junio de 2009

Prédica del reino ateo (1 1/2 parte)

Esta es una respuesta a la entrada "Prédica del reino ateo (primera parte)"

Cuando Manuel abrió los ojos no sabía donde se encontraba, pero estaba seguro que aquel oscuro lugar no era la habitación en donde, segundos atrás, había sido atacado por la cabeza del animal que con sus propias manos asesinó.

Fue así que el sujeto, sin entender que estaba sucediendo y en un evidente estado de desconcierto, comenzó a correr desesperadamente al mismo tiempo que gritaba con pánico los nombres de sus familiares y amigos más cercanos. Repentinamente, escuchó algunos gruñidos a lo lejos y, después de dar algunos pasos, logró ver una luz que provenía de Pincho, el mismo cerdo que había servido de cena la noche anterior.
- "¡¿Qué chucha está pasando acá?!, yo te maté y no te querí' morir".
- "¡Oing!".
- "¡No te hagai' el güeón' chancho desgraciao'!, que todavía tengo mi cuchillo y no me cuesta na' faenarte otra vez".

Con la mirada fija, el cerdo se arrojó al piso y expuso su abdomen al hombre, incitándolo a cumplir con su amenaza.

Sin más espera, Manuel tomó su daga y después de insertarla en el cuerpo del animal comenzó a sentir un horrible dolor en su pecho: "¿¡Qué cresta me hiciste chancho maricón?!". Acto seguido, Pincho se paró en sus cuatro patas y acercó su hocico a la oreja de quien ahora yacía en el suelo: "Maldito, me quitaste lo único que tenía y ahora pagarás por tu pecado. Sufrirás sintiendo el dolor de morir hasta el momento en que mi creador visite a Fenicio. Cuando esto suceda, serás servido como alimento".

Los años pasaron en profundo silencio hasta una madrugada de otoño, en la cual un hombre vestido de blanco, junto con conversar por horas con Fenicio sobre la partida de su mascota, le propuso una nueva visita para saborear un amargo plato de carne que le resultaría familiar.

Dedicado a Cristián Muñoz, quien nunca va a renococer que en realidad es Fenicio Soto.

13 de junio de 2009

Aprender para comprender

Cuando pequeño escuché muchas veces decir a mis profesores que todo tiempo pasado fue mejor, lo que más allá de ser poco alentador para alguien con un futuro por delante, era difícil de imaginar, pues las cosas ya eran bastante malas en el colegio.

Era normal que la profesora, mientras explicaba alguna materia, recorriera el salón repartiendo tirones de cabello o palmazos a quienes no le prestaban la atención esperada. Si a pesar de lo anterior alguien no mejoraba su conducta, siempre era factible exponerlo a alguna humillación pública para hacerlo recapacitar. Y si por alguna casualidad el mal comportamiento se mantenía, todavía se podía recurrir a los padres, quienes siguiendo el ejemplo de sus familias, podían corregir al niño mediante una paliza.

Estoy convencido que después de varios años la calidad de la educación ha mejorado y que se ha trabajado con fuerza para respetar los derechos de los niños, no obstante, todavía hay cosas que están muy mal.

Supe del estudiante que, después de intentar asfixiar a un compañero, golpeó brutalmente al docente que lo detuvo con la ayuda de algunos delincuentes. Me enteré del maestro que, en castigo por no hacer sus deberes, mató a su alumno golpeándolo con una regla. Escuché de los niños que, molestos con sus calificaciones, prendieron fuego en el cabello de su profesora. Y también me sorprendí al conocer el caso de los educadores que, cansados de ser amenazados y agredidos, aprendieron artes marciales para enfrentar a los niños más violentos.

Situaciones como las expuestas me han permitido aprender de las palabras de mis profesores y me han ayudado a comprender que yo tuve una buena educación (la de antes), por lo que algún día dejaré lo que estoy haciendo y me dedicaré a enseñar, pero como pretendo morir de viejo, antes me compraré un chaleco antibalas y una pistola para estar a tono.

Dedicado a Jorge Gómez, a quien vi como castigaron con palmazos en las nalgas descubiertas al frente de la clase.